martes, 1 de enero de 2013

ETIQUETADOS

ETIQUETADOS Tito Ortiz.- Yo no sé si estoy preparado para esto. No acierto a comprender como las moderneces me sobrepasan de tal guisa, que siendo de una generación que a duras penas, ha conseguido dominar lo de la caducidad en los alimentos, encuentra serias limitaciones para hacerse con los códigos de barras, y menos aún con los Bidi, que ya aparecen en nuestras páginas de Ideal, y hasta en las tumbas de los cementerios, para saber mucho más sobre el finado que hay bajo la lápida. Ya no se lleva aquello viejo de... Aquí yace el ilustrísimo siervo del señor... Ahora lo que te encuentras en la losa es un cuadradito de códigos BIDI, que cualquiera pudiera confundir con una obra abstracta a la tinta china, del norteamericano pop art de turno, que ni el de las sopas en lata, ni el del caldo de gallina en pastillas, que esto va muy deprisa, y que cuando uno ya se ha hecho a la tableta, te sale un nuevo, Iphone 5, que no sólo reconoce tu huella, sino que identifica tu voz, el aliento a resaca de pálido de Montero, a las siete de la mañana al entrar en la ducha, y el número de padrastros que tienes en los dedos. Que necesitamos ser ingenieros en alguna rama empírica, para poder comprar un simple yogur, y eso ya no se puede aguantar. Como no es de recibo que el fabricante de mi traje, me obligue a portar la etiqueta de su marca en la manga izquierda, para que todo el mundo sepa quien lo ha hecho, y todo esto, pasando por caja. Que si me lo regalara, pues todavía me lo pensaría, pero pasar por caja, pagar el traje y luego lucir la marca gratuitamente en la manga de por vida, me parece una memez de calibre exagerado, lo mismo que el cocodrilo de “Lacoste”, que además te molesta en la tetilla, por que lo bordan con hilo de pescar, y al final terminas con el pezón como una fresa. Sé de un “borjamari”, que para que el cocodrilo no le exfoliara el seno, se ponía un esparadrapo color carne antes de meterse en jersey polo y así presumir de marca, pero es que esto les ha dado alas a los fabricantes, y desde que hemos pasado por eso, ya se han tirado a matar, sin ruborizarse. Existen fabricantes de camisas de muy acreditadas marcas – mi cuello es testigo – con una gran vocación de toreros, y más concretamente, de banderilleros terceros en la cuadrilla, que son los encargados del descabello. De otra manera no se explica que cosan con hilo de acero imantado, una serie de etiquetas en la parte posterior del cuello, que van desde la marca, a la talla, pasando por el modelo, de tal finura y delicadeza, que nada más estrenar la camisa y girar el cuello dos veces, comienzas a sangrar como un toro, y se te forma una herida inciso contusa a la altura de la tercera cervical, que ríete tu, de Vicente, el puntillero de plaza de toros de Granada. ¿Cómo es posible? Que aquellos a los que les compramos la ropa supuestamente cómoda, nos martiricen con etiquetas tan suaves como un pliego de lija del 5, por ejemplo, las que llevan los calzoncillos en la costura izquierda, que cuando llevas dos horas conduciendo, se te clavan en la ingle, produciéndote una cornada de, dos o más trayectorias, tantas como pliegos de martirizante seda, se unen a la prenda íntima, que por lo tanto, debería ser delicada, pero nada más lejos. Estoy seguro que existe una nueva generación de fabricantes que odian a sus clientes, y con la compra de una de sus prendas, también te llevas a casa, un nuevo artefacto que sólo descubrirás a las cuatro de la mañana, cuando al ponerte de costado en la cama, te despierte un dolor seco y agudo, como el producido por una afilada daga de la edad media. No te asustes. Al comprar la sudadera de puro algodón, nadie te ha dicho que además de siete banderines peligrosísimos apostados en la costura lateral interna, en los que se dice donde se ha fabricado, el nombre del chino mal pagado que la ha hecho con sus manos, y la lavadora y la secadora que debes usar para lavarla y orearla, ahora añade el fabricante un cuadradito de unos cuatro centímetros, por otros cuatro, a modo de un plástico duro, del que nadie te advierte, y que es sibilinamente desactivado por la cajera de turno, sin que tu adviertas nada, porque aún tratándose de una alarma, no es de las de pincho que te quitan a modo de botón. Ésta no la ves, y sólo la sientes el día que de madrugada, al echar tu peso sobre la costura, se va introduciendo poco a poco en el espacio intercostal, produciendo una hemorragia, tan sólo comparable a la que pudiera hacerte Curro Jiménez, con la de siete muelles. Exijo desde aquí, la fundación de la plataforma de afectados, por las etiquetas de prendas delicadas, y la de atontados orgullosos de mostrar la marca de sus ropas. Unos y otros fabricantes deben ser penalizados como mejor convenga a los dañados, al igual que el inventor de esa modernidad llamada, sensor de presencia, que hace posible que si quieres tener luz en el baño del bar mientras haces pipí, tengas que entrar borracho como una cuba en continuo balanceo, porque si tu inocencia te hace ir a orinar sobrio, comprobarás espantado, como te quedas a oscuras, y luego llevar el chorro al sitio, es una cuestión de puro azar. Se lo comenté al salir al camarero y me dijo, no se preocupe, además del movimiento, también detecta la voz, puede usted cantar para que no se apague la luz, a lo que repliqué que soy muy tímido mientras micciono, que no me sale la voz del cuerpo en semejante postura, y que sólo canturreo algo en la ducha, a lo que me respondió: Entonces no le quedará otra que dar palmas. Y así lo hice la siguiente vez. ¡Madre mía, que chorreones por la pared!

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