martes, 18 de enero de 2011

DE SAN PEDRO A SAN JOSÉ

DE SAN PEDRO A SAN JOSÉ

Tito Ortiz.-

Cuando menos nos demos cuenta estaremos en cuaresma, y en un soplo, será lunes santo. Pero éste se diferenciará del pasado, en que no tendrá a Enrique Morente cantando en el patio de Las Comendadoras de Santiago, una versión personal y sublime de la marcha “Amarguras” de Font de Anta, acompañado de toda su familia y amigos. El viejo convento de Las Comendadoras, abierto en vértice a la calle de Santiago, no podrá gozar de la creación libre y espontánea de un genio del flamenco de todos los tiempos, que metió como nadie los ayes jondos, entre las cinco líneas de los pentagramas más clásicos e ilustrados. Jamás volveremos a vivir- los que hemos tenido el privilegio de hacerlo- esas íntimas llamadas de los capataces a sus costaleros, en el kilómetro cero del granadino camino de Santiago, comprobando como llevan el compás de la saeta “morentiana”, el olivo trasplantado a la cañonera, desde la finca de Los Mora, o los borlos de las caídas del palio azul amargura. Los Morente Carbonell, cofrades de lujo de un barrio del Realejo, que los mima con cariño, son siempre generosos con las buenas gentes del Huerto de Los olivos, acogedoras y cariñosas, que desde el primer momento han sabido valorar en toda su magnitud, la entrega del inolvidable cantaor, su mujer e hijos, a ésta advocación a la que, no sólo han hecho donaciones importantes desde el más estricto anonimato, sino que en los últimos años, han entregado lo mejor de su creación artística, haciendo de los regresos al templo por la calle del apóstol mata moros, instantes irrepetibles, que sólo los elegidos han podido gozar en plenitud de los sentidos. Penitentes, costaleros y camareras de La Amargura, forman junto a Los Morente, una piña cofrade en abrazo de Hermandad, fuera de oportunismos, novelerías, o fotos para el papel couché. Lo suyo es una militancia cofrade sincera, nacida del corazón y siempre vivida fuera de los focos, dando una imagen ejemplarizante, de seres humanos sencillos, que viven su fe y amistad, en el círculo de sus afines, sin pretender trascendencia pública, de lo que es su inviolable intimidad humana.

La primera noche que escuché a Morente cantar una saeta, era muy avanzada la madrugada del Viernes Santo, y junto a unos amigos, nos habíamos apostado en el paredón que continúa a Los grifos de san José, frente a la Iglesia del campanario mudéjar, en el espacio que los albaycineros siempre hemos llamado, la Placeta de Doña Pura, porque allí estaba el colegio donde muchos de nosotros aprendimos las primeras letras en El Catón. Allí, como un ser cerúleo del otro mundo, en la penumbra de las estrellas apagadas, los lirios encendidos y los cuatro hachones humeantes de amarillenta y mortecina luz, unos aguerridos artilleros, de impecable uniforme caqui y acharoladas botas, horadaban la cuesta aproximándose con el Cristo del Silencio muerto hasta la puerta. En ese instante sobrecogedor, el golpe seco del martillo, paró el paso marcial de los portadores, y en su lugar firmes, el Cristo de La Misericordia y nosotros, escuchamos la saeta más hiriente de la historia, de la que no es ajeno Federico, en las cuerdas vocales de un Morente barbilampiño, que partió en dos el velo de la noche albaycinera, de san Pedro a san José, porque los saeteros están ciegos. Jamás ni vivos ni muertos podrá olvidar esos minutos de gloria, en los que todos soñamos en silencio, que estábamos en el paraíso, donde ahora junto a Él mora eternamente. Mi esperanza en que desde allí, le dicte a alguien cercano- tal vez a ¿una Estrella?- lo que de su arte tenía el maestro pensado ofrecer a La Virgen de su Amargura, el día mismo de su coronación canónica, y que un día desayunando solos en el hotel del Puerto de Cartagena, a la espera de su actuación estelar en La Unión por la tarde, me contó como proyecto de incalculable trascendencia, bajo secreto de amistad, pues en ese momento, como en tantos otros, no hablaban un maestro del cante con un periodista aficionado al arte andaluz, sino dos niños de La Calderería, que tantas cosas han compartido en la Cuesta de San Gregorio.

Hay sitios a los que desde que él no está, no he podido volver. Al Bar Provincias, mi antiguo piso de La Calle Concepción, al salón de Caballeros 24, donde inauguramos las actividades de la Cátedra de Flamencología de la Universidad de Granada, que nos encargó Juan José Ruiz Rico, a El Sota, Los Altramuces y La Esquinita. Todavía no he tenido el valor de enfrentarme a su tumba, y eso que está a dos pasos de mi otro admirado “Frasquito Yerbagüena”, tendré que cogerme del brazo de otro de sus amigos, mi hermano Falo, y en su compañía pasar el mal trago, del dolor intenso de su ausencia. Sé que mientras no vaya a su sepultura, puedo albergar la esperanza de que suene mí teléfono, o de vernos por el barrio a tomar un vino, aunque pasen meses y meses, o en La Alameda de Hércules sevillana, en aquella terraza de tantas madrugadas, riéndonos de las críticas de Manolo Martín, o diciéndole a Jesús Antonio Púlpón, en el Pub América del Loco de La Colina, que no volvería a representarlo. De eso ya están hablando los dos, en El Tablao de La Gloria, que un día monto otro albaycinero... Benítez Carrasco

LA HABANA ES CÁDIZ CON..

LA HABANA ES CÁDIZ CON...

Tito Ortiz.-

Uno entra a la antigua sala de conciertos del centro Artístico, Literario y Científico de Granada, y descubre con asombro que, sus paredes se han convertido en una sucesión cromática de claraboyas, a través de las cuales, se nos muestra La Habana señorial de Carlos Cano, con la ternura colonial desvencijada suficientemente, como para crear belleza de la ruina perentoria. Esa paleta riquísima del color más ultramar, es la herramienta con la que el profesor Jesús Conde, emerge desde el ojo de pez a los adentros del alma, para poner de manifiesto, la exaltación colorista del noble desconchón, que una vez fue aristócrata indiano, y que hoy vive la ramplona nostalgia de una revolución caducada, fuera del tiempo y del espacio.
Ante la obra de Jesús Conde, es inevitable la regresión al fin de año de 1959, cuando la voz celestial de Benny Moré, te dejaba a las puertas del Edén, con la esperanza puesta, en un médico argentino que fumaba puros, que además, fue el primero en descubrir que la revolución había fracasado, el mismo día que triunfó, si el futuro dependía de aquel comandante al que tanto cantaron Carlos Puebla y Los Tradicionales. Hiere certero el pincel de Jesús Conde hasta las entrañas del son cubano, olvidando las figuras y encumbrando las fachadas, jugando con las sombras y desdoblando los multicolores soles, para plasmar La Habana en redondo, a modo de circulares contenedores, que espolean el olfato del expectante, con aromas de ron y melaza, al oído del Bayon de Anna, con las curvas sinuosas de Silvana Mangano, o el libidinoso Danzon, mirando absorto los senos de Anne Marget, que se adivinan bajo un jersey a punto de estallar. Los aros en los que, Conde embute La Habana vieja, la nueva y la de siempre, dejan pasar el tiempo trasnochado con proverbial melancolía, de lo que pudo ser y quedó por el camino, anclado en el callejón sin salida de una mente amurallada por el implacable reloj del tiempo. Pero todavía hay vida en esos cuadros redondos, como la Luna de Santiago, a pesar de que Jesús Conde despojó de tópicos toda su obra, y no recurrió ni al fácil Malecón, ni a la Guaracha santiaguera, se ha centrado en las paredes actuales de color hiriente, nacidas del piano sabio proyectado al infinito de Bebo Valdés. Porque si los muros de puertas y fachadas habaneras, no pueden disimular el error histórico de quienes pretendieron seguir un destino a ninguna parte, el piano de Bebo, nos lleva por fuerza a la esperanza más radical y abierta de éste pueblo hermano, al que desprotegimos en su tiempo, y alguna vez deberíamos defender, hasta de algunos de ellos mismos.

El profesor Jesús Conde, ha colgado en el espacio donde Federico- que visitó ese paraíso del Caribe en 1930- pronunció su conferencia sobre el Cante Hondo, el testimonio de una Habana, en la que como ya dijo Antonio Burgos, por voz de Carlos Cano, todos tenemos un amor, y otro en Andalucía. Verán que tengo mi alma en La Habana, no se me puede olvidar, canto un tango y es una habanera, y ahí Conde ha sabido expresar como un directo al mentón, la deuda que todos tenemos con aquella parte del Caribe, que él ya ha comenzado a resarcir, con ésta obra monográfica y compactada, en la que nos ha devuelto parte de nuestra historia, con la técnica del dibujo más exquisito y el color más expresivo. Una vez más, el realismo diluido de Conde, se ha puesto al servicio de un histórico paisaje urbano, que necesitamos para saber de dónde venimos, que fue lo que hicimos, y nos necesita para salir al exterior de un mundo, que a ellos ya les coge con retraso. Hasta el diminuto y deformado, Dámaso Pérez Prado, el genio musical nacido en Matanzas, supo dar sentido a su vida y obra, aunque para ello tuviera que arrancarse el corazón cubano, y trasplantarse en azteca. Pero en esto llegó Jesús, y con sus pinceles, como hiciera Henri de Toulouse-Lautrec en el Molino Rojo de Paris, o el mismísimo Antonio López en La Gran Vía madrileña, ha dado lo mejor de sí mismo y lo ha trasplantado a sus cuadros, que en éste caso concreto son redondos, y como si de un álbum de la historia se tratara, nos ha colgado en la Acera del Casino, un trozo de la conciencia nuestra, a modo de puertas blasonadas, de imperios que ya solo son de los sentidos, donde los amos y esclavos se confunden en el claroscuro de las sombras, y la luz reclama nuestra atención, a modo de encendidas alarmas, con melodías de guaguancó.

Abrid los ojos criaturas de Granada, pues La Habana posa aún en la antigua Manigua desplazada, en versión de Conde Ayala extasiada, para disfrute de los elegidos, solo apta para paladares finos, que huyan de lo rudo y abrupto, sabiendo sacar lo mejor de unas pinceladas doctas, al servicio pictórico de la capital cubana, a modo de aquellos viajeros románticos, o artistas como nuestro paisano inolvidable, Mariano Bertuchi, que tanto hizo porque conociéramos las tierras donde habíamos estado, estábamos y estaremos, porque la historia es eterna, igual que nuestra responsabilidad colonizadora. El verbo se hizo óleo, y Jesús Conde, vuelve a reinar entre nosotros.