jueves, 22 de noviembre de 2012

¿ DISEÑAS O TRABAJAS?

¿DISEÑAS O TRABAJAS? Tito Ortiz.- La crisis ha llegado también al buen gusto y las novedades. Los modistos sin ideas, vuelven a poner sobre la pasarela, aquellos modelos años 60 que lucieron Grace Kelly, o la siempre recurrida y recurrente, Audrey Hepburn, que la pobre, después de muerta y como Marilyn, sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Y esto no sería grave si el avance del diseño hubiera logrado cotas de comodidad y confort, pero todo lo contrario. Mientras el diseño avanza inmisericorde, la cota de estupidez e incomodidad, le supera. Ahora basta ir a Cibeles, y asistir a unos de sus desfiles, para saber lo que nunca te pondrás para ir a la compra. Los diseñadores han entrado en una competición absurda, en la que prima el esperpento, por encima de lo ponible. Ya nadie ve en la pasarela un modelo que se pondrá para una ocasión distinguida. En el desfile te coges la tarjeta del diseñador, y te vas a su estudio, para que cogiendo figurines de hace treinta años, te confeccione algo que puedas lucir, sin que te corran los chiquillos tirándote huevos, o los perros te ladren al pasar. En la arquitectura lleva años ocurriendo lo mismo. Si quieres saber que el arquitecto era hombre, vete a ver la cocina, un lugar despreciable para ellos, donde no han entrado jamás, y por lo tanto, te diseñan lugares lúgubres, sin luz, estrechos, donde la puerta de frigorífico abre a derechas, tropezando con la ventana. La campana extractora te cae a la altura de la frente, para que guises con chichonera permanente. No existe lugar para el cubo de la basura, ni para el cepillo de barrer ni para la fregona. Estos diseñadores de interior son tan exquisitos, que el mundo de la bayeta no les está permitido ni en el pensamiento. Algunos optan por esconderte la cocina tras las puertas de un armario, como si de un retrete apestoso del siglo XV se tratara. Como si nunca fueras a comer en tu casa. Como si la luz sólo fuera de Endesa. Son capaces de diseñarte un salón a dos alturas en un piso de 50 metros con tres dormitorios, estar y cuarto de baño, pero no les preguntes por la cocina, eso es de mala educación. En un pisito “chachipiruli” a la última moda, hablar de la cocina es de gente sin formación, ni clase, ni ortografía, vamos, de catetos para arriba. Éste es un país que ha pasado de la clásica lámpara de araña, a los modelos más psicodélicos, cuyos colores estridentes y retorcimientos entubados, a modo de reptil que repta por paredes a la vertical, son capaces de ocasionarte la peor pesadilla en una tienda de lámparas. Todo un vergel del mal gusto pero con las mejores firmas, de los más acreditados diseñadores. Esos que dibujan una silla en un folio, y desgraciadamente llegan hasta sus últimas consecuencias. Las logran enmascarar en catálogos de grandes superficies y casas especializadas, de tal forma, que caes en la trampa de quedar seducido por el diseño, y a continuación, por la cuenta de tu traumatólogo, de por vida y cronificante. Las sillas en mi casa del Albayzín siempre fueron de dos clases: De anea, a las que periódicamente venía el sillero a echarles el culo, que se desvencijaba. Y de madera, con respaldo curvo para la espalda y asiento de panel. Cómodas como el mismo cielo, se complementaban con la mecedora de mi abuela en el patio, de suave balancín y lona verde a rayas, a juego con el botijo de barro colorao, y pañito de crochet en el pitorro. Bueno, pues eso que parece tan sencillo, desde hace años y gracias a los modernos diseñadores patrios, se ha convertido en un martirio chino. Yo les invito a ustedes, a que vayan tienda por tienda probando la silla a comprar. Ya les adelanto, que no hay en el mercado, una que resista los dos minutos de sentada. Eso sí, las encontrarán de todos los materiales, de todas las formas, de todos los estilos, algunas incluso firmadas por su diseñador, más bien su martirizador. Porque éstos chicos y chicas del diseño moderno, tienen una asignatura pendiente con las sillas: Que son para sentarse y descansar, y no para que las admiren las visitas, como si de un Picasso o un Paul Gaugin se tratara. El desvarío de los diseñadores de sillas ha ido tan lejos, que en mi empresa, para que podamos echar la jornada laboral sentados, sin que terminemos inválidos, las sillas hay que pedirlas al comité de seguridad e higiene, que se encarga de comprarlas en una ortopedia muy afamada de Cuenca. Y no es que nos manden ningún artefacto articulado. Sólo nos traen un asiento agradable y un respaldo, que te mantiene la espalda en posición para seguir trabajando, sin que te retuerzas de dolor a los diez minutos de estar sentado. Algo tan sencillo como una silla cómoda que te permita estar sentado, es algo que pertenece al comité de seguridad e higiene en el trabajo, porque si te colocan cualquier preciosidad de catálogo, para aguantar sentado más de tres minutos, es muy posible que a las dos semanas te confundan con, Quasimodo, y te manden a Notre Dame, para que no destaques, y pases desapercibido entre las criaturas. Todo esto y mucho, más se lo debemos a los diseñadores. A esos genios que trazan el taburete de bar, como si de un “ochomil” se tratara, para que se te queden las piernecillas colgando, una vez que los amigos te han ayudado a subir y sentarte, y al menor balanceo para coger la copa, te dejes los piños sobre el manchado mostrador. Son los que diseñan percheros que al colgar el abrigo te lo taladran, y cuando te vuelves, se vuelcan a suelo con la bufanda y el sombrero incluidos. Son los de las barandas, de sólo un cable tensado, por cuyos huecos se te matan los niños. Son, los de los cubiertos modernísimos, de cuchillos que no cortan, tenedores que no pinchan y cucharas sin oquedad, para que tardes, de tres a cinco horas, en tomarte un plato de sopa. Son los diseñadores. Los más modernos, los más listos, los más guapos. Y si a ti, se te ocurre decir algo de lo que yo he escrito, te tomarán como a mí, por un retrógrado, analfabeto, cuya catetez, falta de preparación, e inmovilismo, le impiden ver las cosas modernas de hoy, de acuerdo a los nuevos tiempos. Tu y yo somos de otra época, una especie a extinguir. Pues no saben cuanto me alegro. Ya está bien de tonterías.

viernes, 2 de noviembre de 2012

¡ ESTO ES UN SÍN VIVIR !

¡ESTO ES UN SIN VIVIR! Tito Ortiz.- Nos estamos despegando demasiado de nuestros muertos, y eso... no es bueno. Las costumbres de otros países, nos llevan incluso a quemarlos, a tirar sus cenizas, y por lo tanto, a no tener un sitio de referencia donde hablar con ellos. Cuando en 1959 murió mi tío Rafael, fue velado en casa, como dios manda, rezada la novena a los difuntos durante la semana siguiente por todas las vecinas sentadas a corro, en el lugar donde se había depositado la caja con su cadáver, se le guardó luto riguroso durante un año por toda la familia, y mi abuela y mi madre, subieron a su tumba del patio de San José, -junto al de los ahorcados-, todos los días del año sin excepción, durante un trienio. Los enterradores y guardas del campo santo, pasaron a formar parte de mi familia. La noche del día de todos los santos al de todos los difuntos, la pasábamos a la intemperie enderredror del túmulo de mi tío, rezando, y procurando que no se apagaran las cuatro mariposas en aceite y agua, que en tazones de porcelana de los que cambiaban los traperos por ropa, debían iluminar la noche sobre la tumba. Nosotros venimos de una familia que cree en los muertos, mucho antes de que Anne Germain, apareciera por España hablando con ellos. Mi abuela los veía, mi madre también, y yo los oigo, no los veo, pero los oigo, ¡por éstas!. No es que lleguemos al extremo de fotografiarnos con nuestros muertos antes de enterrarlos, como en el lejano Oeste, pero no nos dan miedo. Cuando mi abuelo Antonio murió, en su casa de Haza Grande en los cincuenta, llegamos tan pronto que la funeraria no había aparecido, así que el padre de mí padre, había sido sacado de la cama sobre una manta y puesto en el suelo de la entrada de la casa, a la espera de los de Pompas Fúnebres “La Soledad”. Así que allí nos arrodillamos todos en el suelo, a darle el último beso al abuelo Antonio, mientras llegaban los funerarios. Hemos perdido la costumbre de ponerles lazos de seda negros en las trenzas, a las niñas que han perdido un ser querido, los hombres ya no llevamos un brazalete negro como señal de la pérdida de un ser querido, y ni siquiera hemos conservado aquella costumbre pasajera, de sustituir el brazalete negro, por un botón forrado en la solapa. Ya no se despega el crucifijo de la tapa del ataúd, para dárselo al doliente más próximo antes de enterrarlo, ya no echamos un puñado de tierra en la fosa, antes de que los sepultureros empiecen la tarea con las palas, porque ya no se da sepultura en la tierra. Ahora se lleva el nicho o el horno crematorio, que es más finolis, y moderno, oiga, muy moderno, sobre todo por la urna de diseño de Ágata Ruiz de La Prada, en la que te dan las cenizas, que por cierto, es biodegradable, así que si quieres la puedes tirar por la taza del water, que no se atranca. Ya no contamos chistes en el velatorio familiar, ahora lo que se lleva es coger una buena cogorza en la cafetería del cementerio, aprovechando que no cierra, o la última moda, cerrar la tanatosala durante la noche, irse todo el mundo a descansar, y aparecer sólo unos minutos antes del entierro por la mañana, porque velar a tus deudos toda una noche, eso ya está demodé, hay que vivir a la última, y la última dice que a los muertos cuanto más lejos mejor, que una vez que están muertos, lo único que hacen es estorbar. Los muertos son como los periodistas que se atreven a hablar de la validez de los liberados sindicales, que al instante, escuchan como se monta una nueve parabellúm, y te apuntan con ella en la nunca, porque no se puede luchar contra el poder establecido. Hemos pasado en poco tiempo por aquello de la aldea global y las costumbres importadas, de llevar a nuestros fallecidos colgados al cuello en fotos de porcelana engarzada en oro, a olvidarlos al día siguiente. Los coches de caballos de negros plumeros, con albardas de terciopelo negro y galones dorados, cristales con visillo de encaje color tinieblas y tallas barrocas con ricas volutas jónicas, han sido sustituidos por coches eléctricos sin ruido y sin humos, que te dan el último paseíllo por el campo santo, escuchándose el piar de golondrinas al atardecer con toda nitidad, a bordo de un diseño sideral, de lo más ecológico. Los llantos de plañidera de un velorio como debe ser, se han cambiado por las notas de la música preferida del finado, en la eufemísticamente llamada “sala del adiós”, o la intervención soporífera de los allegados, algunos con un discurso tan cansino y predecible, más largo en el tiempo, cuanto menos conocían al muerto. Suele ocurrir, aquel que jamás lo conoció, es el que más llora. No falla. Ya no se encargan aquellos recordatorios fileteados en negro con gran cruz al centro, que dejaban para la historia el nombre del muerto en la cartera de los familiares, o en el estuche de las fotos antiguas, ni se lleva para los santos a la tumba un buen brazado de crisantemos, oliendo a agua de acequia estancada, ni las cintas de las coronas son negras con las letras en dorado. Ahora las modernas son malva, o blancas, o azules, que el negro ya no es lo que era. Que en esto del ritual de la muerte, las cosas se han descafeinado mucho, y que además hay mucha confusión. Tu antes ibas a dar el pésame a la familia a su casa con el muerto de cuerpo presente, y no te equivocabas. El otro día subí a la tanatosala número 9 a dar mis condolencias por el fallecimiento de un amigo, pero conforme iba avanzando, me encontré con que también tenía conocidos en otros dos funerales, las número tres y la cinco. Total, que cuando acabé de cumplimentar a los deudos, y quise ir al funeral por el que de verdad había subido al campo santo, resulta que ya lo habían enterrado, vamos que se me amontonó el trabajo en un momento, y es que los jardincillos que dan acceso a las salas, se han convertido en el punto de encuentro ideal, para ver a la gente que llevas tiempo sin saber de ella. Me pasó no hace mucho, subí al cementerio y saludé a un amigo de hace años, y al preguntarle por su hermano, me dijo: has llegado a tiempo, está ahí dentro, pero en diez minutos lo enterramos.