miércoles, 5 de octubre de 2011

TERTULIA FLAMENCA "MANUEL SALAMANCA"

TERTULIA FLAMENCA “MANUEL SALAMANCA”

Tito Ortiz.-

La calle del Rosario, entre san Matías y La Plaza de Los Campos, fue el sitio elegido por Antonio Trinidad, “Fosforito de Graná”, para levantar altar y santuario a Manuel Salamanca, platero universal y fundador de la sinagoga jonda que ahora tiene mirador frente a La Alhambra en la placeta de Toqueros, que incomprensiblemente, es una calle. Estaba yo una noche, en la antesala del bar platero, y observé que mi chache ya no estaba sirviendo aquel caldo con yerbagüena, y en su lugar, lo hacía el Tato, que durante el día repartía bombonas de butano, por la noche vino indescifrable del tonel, y los Jueves Santos, portaba la Cruz de Guía de La Concha. El Trinidad decidió llevarse el caldo a otra parte, y darle un homenaje al fundador de la platería, en presencia aquella mágica noche, del escritor José María Garrido Lopera, el poeta, Miguel Ruiz del Castillo, “Miguelón”, Pepe “El de Jun”, y Manuel Celestino Cobos, “Cobitos”. Sentado a mi derecha, mi hermano, Miguel Ángel González, tomaba nota cuán notario flamenco de todos los tiempos.

Mientras Victoriano del Cerro, se acercaba cauto al mostrador para pedir un “Tumbalobos”, yo seguía leyendo con parsimonia, aquel cuadro colgado en el que se registraban los cantes prohibidos, aquellos que no podían ejecutarse en La Platería, por ser considerados, menores, de poco fuste, bastardos en relación al tronco vivo del flamenco puro, en definitiva, los que Salamanca y los fundadores, habían decidido, que sólo entonarlos por bajini, debían ser merecedores de inmediata expulsión del recinto. Y fiel a sus dictados, estaba don Manuel escuchando en la tertulia del Trinidad, a un chico que empezaba lleno de ilusión su carrera, y que en honor al homenajeado, - de manera espontánea y desconociendo la intransigencia del platero – se atrevió con la interpretación de un fandango personal, en el que, todo hay que decirlo, echó los belfos por la boca con enjundia y flamencura. Al acabar, el muchacho se acercó tímido y cauteloso, hasta donde se encontraba Salamanca, deseando escuchar su opinión a cerca del cante interpretado, a lo que el fundador de la platería, espetó sin misericordia: ¡ Niño... eso son diarreas!, dejando chafado a quién con tanta ingenuidad, recababa el plácet del sabio anciano flamenco. Intercedió en el violento instante, la educación personificada en el mundo de los aficionados al flamenco granadinos, que siempre se llamará, Emilio Fuentes Laguna. Conocedor del flamenco como el que más, pero repartidor de una educación y comportamiento, no habituales en éste mundillo.

Cantaba José Carlos Mochón, con toda la añejura que sabía captar de quienes le enseñaban. Él era sólo un niño, que se fue pronto, pero venía de una casta de aficionados de altura, la de su abuelo, José María, el popular tabernero del Campo del Príncipe, habitual de festivales, concursos, y peñas, de zona cercana a otro inolvidable, “El Faquilla”, y la asociación de vecinos del Realejo, donde el profesor de la Universidad, Juan Antonio Rivas, o su amigo Arsenio, el de la cafetería de “Las Flores”, tanto han hecho por cultivar el flamenco. Todos enseñaban al pequeño cantaor, al que se procuraba emparejar por razones de juventud, con el ya veterano, Javier Montenegro, docto y fiel, a los cánones del saber y del estar, o el no menos habilidoso, José Carlos Zárate. Rosa Mercedes, sigue teniendo los ojos más bonitos y expresivos que ha tenido la bata de cola en Granada. Y mientras el Trinidad, le atiza a la Farruca, Beatriz Martín, se retuerce en el arabesco de Carmen Amaya, en una expresión del baile granaíno, no experimentada hasta entonces. A Beatriz... Sevilla la espera.

En el Cortijo “Las Cruces “ de la calle Recogidas, donde la venencia es de caña y te ponen fino “forzudo” en cata vinos, sobre urna de cristal conserva el vestío de torear con el que Frascuelo tomó la alternativa, un autógrafo con tiza en la tinaja del fondo, donde se lee muy claro al poeta, Jorge Guillén, y una desvencijada guitarra, colgada de la pared, que al igual que la del mesón de Serrat, aguardaba al meritorio ejecutante, para dejar sonar sus sones lastimeros. Melchor de Córdoba, la rasgueó más de una vez entre cabales, y utilizando a modo de cejilla, un lápiz y una cuerda, el vecino del barrio de san Matías, armó los compases necesarios, entrecruzando alguna falseta marca de la casa, para acompañar al médico otorrinolaringólogo de Loja, que aunque nacido egabrense, se doctoró como rociero en Granada. Su barba pelirroja y su conocimiento vasto, sobre Cayetano Muriel, Niño de Cabra, lo hicieron derramar buen cante, alguna noche sobre mi hombro, en esa noche de Luna, que sólo tiene Granada, mientras recordábamos al sordo, Manolo Ávila, a su presentador Emilio Navarro, a Miguel El Santo, en las Hermanitas de Los Pobres, después de haber acompañado a la sonanta a Frasquito durante toda su vida. Ay, que quejío más flamenco, tiene mi Granada.

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