lunes, 30 de septiembre de 2013

TIEMPOS MODERNOS

TIEMPOS MODERNOS Tito Ortiz.- La última vez que estuve en el cine, la película era en blanco y negro, no se oía una torta, y bajo la pantalla, había un menesteroso pianista con manguitos y visera, que amenizaba la función. Estaba en La Gran Vía y se llamaba “Coliseo Olympia”. Así que el otro día decidí que ya había pasado mucho tiempo, y me armé de valor. Para empezar, advertí que los cines habían desaparecido de la ciudad, y que ahora se concentran en multisalas. Que las carteleras de la calle Jesús y María, esquina a San Matías, habían desaparecido. Que los acomodadores son ya parte de la historia, lo cual me pareció una injusticia, porque hubo en ésta ciudad acomodadores de cine famosos, como por ejemplo “El Caragato”, que durante el día ofrecía sus servicios de dependiente malafollá, en el “frangollo” de la calle Elvira esquina a Cárcel Baja, y durante la tarde noche te acercaba con su linterna de petaca a tu asiento, mientras algún chusco le recordaba su mote, aprovechando la oscuridad de la sala, y éste se acordaba de toda su generación entera. Que ya no se divide entre patio de butacas o gallinero, y mucho menos, paraíso, y que curándose en salud, el volumen de la banda sonora, está ampliamente cubierto para discapacitados auditivos, de tal guisa, que a la empresa le importa un rábano que la mayoría de los mortales que van al cine oigan bien. Ellos ponen el nivel de la película, para que sea escuchada por los sordos sin remisión, se ahorran posibles quejas de los hipoacústicos, y se llevan comisión en sgae, porque nada más salir de ver la película, tu tienes que ir a que te revisen el oído, porque hora y media de proyección, te ha dejado los tímpanos, como al artillero encargado de disparar el cañón, durante la Gran Guerra. Pero no sólo eso me sorprendió de los modernos cines, cuyo aforo es mucho más reducido. Ahora, entre cambio de rollo de la película no aparece aquella vetusta invitación de... visite nuestro selecto ambigú. Ya no hay ceniceros en los respaldos de las butacas, que por cierto, son más cómodas e incluyen unos habitáculos para poner los vasos, algo impensable cuando yo iba al cine. Los del piso superior no te echan las cáscaras de pipas en la nuca, porque ya no existe es altura. La fila de los mancos es ahora de los tumbados, sobre todo, porque con estos de las tres dimensiones, y el sonido atronador y supersónico, si la película es de tiros, es mejor que éstos te pasen por arriba, no vaya a ser que con ésta manía de llevar la realidad al cine, te peguen un tiro en mal sitio. Pero lo que de verdad me dejó de piedra, fue comprobar como la gente se compra una entrada de cine, que barata, lo que se dice barata, no es, y se dedica a no ver la película. Así, como lo están leyendo, que no hay que pensar mal, pero si hay que recapacitar sobre lo que las nuevas tecnologías están haciendo con nuestra juventud. Como si de una fuente luminosa se tratara, que estuviera programada para encenderse por etapas y sectores, quedé boquiabierto cuando comencé a divisar en la oscuridad, con la película en marcha, las pantallas encendidas de teléfonos móviles de alta tecnología y su luz blanquecina reflejada en los dedos de sus propietarios/as, que a la velocidad del rayo escribían en el diminuto teclado. He preguntado a mis hijos, y me han puesto al día. Me han dicho que aquellos movimientos ultrarápidos pisando las teclas del abecedario, es que mandaban un whatsapp, que estaban “güasapeando”, vamos que hablaban con otra, o varias personas, mientras estaban en la sala sin prestar atención a la película. Una vez observado el fenómeno, con su variedad de pantallas encendidas y apagadas por sectores, de manera intermitente y aleatoria, quedé perplejo, pero conforme avanzaba la película y el fenómeno no remitía, me fui poniendo de muy mal humor, porque a veces la luz de los potentes móviles me cegaba, dependiendo de la cercanía del, o la “güasapeadora”. Antes cuando la gente de mí generación iba al cine, era para estar en silencio, concentrado en la historia y disfrutarla, para saborear el séptimo arte hasta el último fotograma. Ahora, por lo visto, la gente va al cine para no enterarse de la película, y seguir enganchados a los móviles como si estuvieran en casa o en el parque. Entonces, ¿Para qué desperdiciar el dinero de unas entradas, en no saber que pasa por la pantalla, y a ese volumen?. Es muy curioso. Cuanto más se esfuerza la técnica por ofrecernos mejor calidad en lo proyectado, no sólo con alta definición, sino con tres o cuatro dimensiones – gafas incluidas – olores, temblores, colores y reventón de orejas, en pantallas enormes, los nuevos espectadores, menos atención prestan a lo que ocurre en la sala. Están en el cine, con el mismo entusiasmo de aquella mujer, que haciendo el amor con su marido, en el momento del éxtasis, -masculino, claro-, dijo sin poder reprimirse: Pepe, el techo necesita una mano de pintura, así que vete a por el cubo y la escalera.

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