martes, 30 de agosto de 2011

SALA DE ESPERA

SALA DE ESPERA

Tito Ortiz.-

La culpa la ha tenido Antonio López. Yo quería ver la exposición de mí ídolo en vida, antes de su clausura en el feudo de Tita Cervera, y por mi trabajo, las únicas fechas disponibles, coincidían con la visita a Madrid, de un antiguo militante nazi, que ahora visita las ciudades revestido de blanco, en olor de multitudes. Y nunca mejor dicho eso de multitudes, porque lo que yo he tenido que aguantar en el metro, de cánticos y empujones, eso no está pagado con nada. Cuanto memo vestido de blanco y amarillo, soltando como posesos, vivas a no sé quién, y Hosannas a no sé cuantos. Menos mal que Cristo es grande, y en Cuatro Vientos, se hizo presente, haciendo volar incluso, el solideo de quién se arroga su representación, sin dar ejemplo alguno de su auténtica doctrina. Cosas veredes, amigo Sancho. Y hablando de un manchego, resulta que Antonio López, me ha vuelto a cautivar con su obra pictórica, escultórica y con esos dibujos a lápiz, que te encogen el corazón, hasta producirte una crisis de apnea, por su belleza y perfección. La muestra que agoniza en el paseo de Recoletos, en casa de la baronesa más mediática, es muestra fehaciente de lo mejor del arte contemporáneo español, aunque a mi juicio, tiene dos defectos. El primero es que se me antoja corta, conociendo la trayectoria de mí ídolo, y la segunda, es que –a mi juicio- está sobredimensionada en algunos temas, o excesivamente reiterativa sin motivo, en otros aspectos. La exposición de Antonio López, en el Thyseen-Bornemisza, tiene el defecto ya observado, en otras muestras de distintos autores, cuando son comisariadas por personas muy cercanas al autor, carentes de la distancia precisa, para no admitir un “todo vale” en lo colgado. Sobran en ésta ocasión, cuadros inconclusos, abocetados, y no rematados, cosa que un comisario independiente puede advertir, pero que la propia hija del autor, eleva a la categoría de obra a exponer, en un craso error. No hay que rellenar por rellenar, lo importante de una muestra de un artista tan valorado, es que lo expuesto, responda a las expectativas de un autor tan consagrado, al que ya no medimos por la cantidad, sino, por la calidad. El asunto debe quedar como la famosa cena de Rossini. Cuentan que el gran compositor, fue invitado a cenar por una dama de la alta burguesía, que a su vez cosechaba merecida fama de tacaña. Al finalizar la velada, las viandas habían sido tan escasas, que al despedir en la puerta al músico, la dama para quedar bien le dijo: Señor Rossini, espero que pronto volvamos a cenar. A lo que el compositor contestó: Ahoramismo, si usted quiere. Pues así deben ser las exposiciones de nuestros ídolos. Deben dejarnos con ganas de repetir, y no cansarnos por su escasez y reiteración injustificada.

La moderada frustración de la muestra, unida a las colas para visitarla, y las esperas interminables en el metro gracias a las legiones de peregrinos cantarines, han hecho de la experiencia un claro ejemplo, de lo que Eduardo Punset, define como la felicidad. Mantiene ésta criatura multidisciplinar, a la que desaparecido Saramago, leo con más frecuencia ahora, que la auténtica felicidad es la sala de espera de la felicidad. O sea, que cuando más feliz eres, es cuando estás en el proceso de conseguirla, porque cuando la alcanzas, la cosa ya pierde su aquel, por el sólo hecho de haberla conseguido. Conforme con ésta definición, sostengo, que he sido mucho más feliz, durante los meses que he preparado el viaje a Madrid para ver la exposición de mi admirado Antonio López. La compra de entradas por Internet, la búsqueda de alojamiento, el metro más cercano para llegar al museo, el restaurante no cerrado en Agosto para poder comer, en fin, todos los preparativos de un provinciano, que se mantiene en contacto con la actividad cultural de la villa y corte, para no perder el salto de la formación continuada, y seguir cultivándose culturalmente, y que como todo lo impredecible, a veces, no es tan gratificante como nos lo planteamos en nuestra mente. Porque la puntilla han sido los precios del merchandise. Una simple reproducción del cuadro emblemático de, la Gran Vía madrileña, de mi ídolo Antonio López, y unos imanes para el frigo, de alguna de sus obras más conocidas, un ojo de la cara, óiga, lo que yo le diga. Que a veces a uno le obligan a pensar mal. Parece como si la descafeinada muestra “lopeziana”, fuera sólo el pretexto para forrarse, vendiendo a precios desorbitados, multitud de cosas inservibles con la foto de sus cuadros. Desde su última retrospectiva en 1993, el pintor ha evolucionado. Efectivamente, eso dice el “clarividente” catálogo de la muestra, lo que pasa es que de lo colgado, poco o nada corresponde a estos años, muy al contrario, la base de la exposición, es obra menor con alguna excepción, pero de los primeros años. Siempre es agradable ver los trazos inconclusos del genial manchego, pero de ahí, a que la mayor parte de lo exhibido esté sin acabar, me parece cuando menos, decepcionante. Antonio está mal aconsejado y peor comisariado. Suele ocurrir cuando estas cosas se dejan en manos de la familia. Recuerden: familia y trastos viejos, cuanto más lejos...

No hay comentarios: