lunes, 3 de junio de 2013

MIS NOCHES EN VÍA VENETON

MIS NOCHES EN EL “VÍA VENETO” Tito Ortiz.- Estábamos ante el cadáver de aquel novillero granadino, más niño que adolescente, que en no habiendo fallecido en la plaza, le cupo el honor de ser velado en el club taurino de la Plaza del Carmen. Nadie nos dijo a ciencia cierta si la muerte le había sobrevenido por un atracón de comer, tras largos días de ayuno involuntario, o por una ingesta indebida de agua helada, tras una acalorado entrenamiento de salón. Ricardo Puga Cifuentes, “El Cateto”, matador de toros, hermano del dibujante de humor gráfico, “Frapuci”, y tío del mago “Migue”, se empeñaba en convencerme ante el féretro, de que aquella imagen, me tenía que dar mayor afición para dedicarme de lleno a los toros. Yo coqueteaba por entonces con el arte de Cúchares, pero el rostro de aquel novillero, cuyo cristal de la caja de cinc, dejaba traspasar la imagen cerúlea de unos ojos aún entreabiertos, al modo del Cristo de Mora, me quitó la afición para siempre. Mí padre, que nunca me animó a seguir sus pasos, tal vez porque, mejor que yo, conocía la cantidad hermosa de “jindama” que albergaba en mi osamenta, respetó mi decisión, pero Ricardo no se resistía, creo que para asustarme más aún, me aseguraba que tanto él, como el hombre de confianza de José Julio Granada, Enrique Bernedo “Bojilla”, estaban dispuestos a apoderarme, asegurándome que no torearía menos de 50 novilladas en la temporada, creo que eso fue lo que me echó de los toros. Gracias a “El Cateto”, el mundo de los toros se libró de un albaicinero con más miedo que siete viejas, y el del periodismo taurino, ganó un adepto aficionado práctico, con algunos conocimientos de lo que veía, suficientes para hablar y escribir de toros, sin meter mucho la pata, que por cierto, todavía por aquellos años, se cortaba como máximo trofeo. La del toro, digo. La luz pobretona del club taurino, con el féretro de aquella criatura, los cuatro cirios de las esquinas, y los afiches pegados por los cristales de, Ricardo Puga “El Cateto”, revestido de pana y albarcas, tocado de gorra rural y un haz de leña a las espaldas, como reclamo para formar carteles, daban a la escena un aire a lo Berlanga, o como mínimo, de película en blanco y negro, de capeas y muerte en plaza de carros de la España profunda. Aquella era una historia al estilo de “El Niño de La Monja”, Sangre y Arena, Currito de La Cruz, -o dedicada a mí,- “Los Clarines del Miedo”. Yo había estado con él, la tarde de su alternativa en Motril, con el declive del gran maestro Curro Girón, y el arte emergente y señorial de un, José Julio Granada, que al día de hoy, no ha sido superado por ningún paisano, - tan sólo se le acercó en su día, el empaque de José Antonio Rodríguez, “El Torero” y los chispazos de Pedro “Chicote”. Por eso aquello me animó bastante, pero ver la muerte de cerca, oler a cadáver de torero como olía la estancia, pese al atúd metálico, por mucho que me animara Ricardo, no había nada que hacer. Fuimos a la barriada de San Francisco, a un lugar llamado “La Granja”, en cuya placita de toros, se soltaban becerras para aficionados y profesionales. Y en el momento en que me tocaba salir a parar la mía, tuve la enorme suerte de que era la única en el corral, y que con un salto de auténtica atleta, se libró del cerco y al galope, se adentro en la sierra de Alfacar, hasta que una semana más tarde la encontraron, pastando con tranquilidad y más gorda de cómo estaba el día en que me iban a poner a prueba. Ante el disgusto de todos los que querían hacer de mí, el próximo figurón del toreo granadino, como proclamaba “El Cateto”, y la enorme alegría de mi corazón, contenido en cara de circunstancias, para no enojar a mis incondicionales, los dioses se aliaron conmigo desde aquel día y hasta hoy, que disfruto como nadie sentado en el tendido, o hablando de toros con quién quiera escucharme. De nada sirvieron las noches interminables en el “Vía Veneto”, cuando Ricardo pensaba que todavía era yo recuperable para el mundo activo del toro, aunque yo estaba más pendiente de las manos extraordinarias del maestro Luís Megías, que sentado al piano, hacía las delicias de los presentes, abordando todo tipo de música con un virtuosismo nada común para encontrártelo en un pub de moda. En sus descansos, José Antonio Antelo, era el sustituto adecuado. Ante la presencia de un bronce sublime del pato Nicol, que era objeto de miradas constantes por parte de Ricardo Puga, -¿quién sabe por qué?-, yo me concentraba en la melodía de los Indios Tabajaras, que Megías ejecutaba, mientras hacía oídos sordos, a los consejos de “El Cateto”, para ir al día siguiente de tentadero. Mi padre que era quién mejor me conocía nunca insistió, y fue quién al final tuvo razón. De nada sirvieron los ánimos de “Rubito”, Antonio “El Gran Pirulo”, “Baquerito”, ni del “Diamante Rubio”, ni de Joaquín García, que después fue el corralero, ni de los hermanos Cambil. Contra el miedo nada se puede, y algunos de ellos dicen que fui muy generoso entonces, porque no les hice perder ni un duro. Desde el principio tuve claro que no llegaría a nada, porque cuando sonaban los clarines, el corazón se me salía del pecho y las piernas me temblaban como varillas de paraguas, y así... ustedes comprenderán que es muy difícil hacer nada conmigo. Por eso hice una buena elección. Cambié el carretón y los trastos, por los sillones de piel, el Vat 69 -por entonces de moda- y la música del genial Luís Megias, en el inolvidable “Vía Véneton”, eso sí, después de mi jornada en Patria, donde tanto aprendí de toros de mi maestro Kastiyo, y en Radio Popular, donde don Lorenzo Ruiz de Peralta, primero, y José Antonio Lacárcel, después, me enseñaron a comunicar aquello que yo sentía. Tuve como compañero y amigo en Ideal a, José Cortés Amate, con quién tanto me divertí, sobre todo cuando formábamos trío periodistico-taurino, con nuestro inolvidable, Santi Lozano. Alguna vez se nos unió el cirujano don Juan Pulgar, y las carcajadas, todavía resuenan en “Los Mariscos”.

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