viernes, 18 de marzo de 2011

Huérfano, hata de dios

HUÉRFANO, HASTA DE DIOS

Tito Ortiz.-

Mi orfandad comenzó antes de nacer. No llegué a tiempo de conocer a mi abuelo materno, Rafael Rubio, director del banco Hispano Americano en la postguerra. Un sevillano castizo, de enormes cualidades humanas, que utilizaba capa española y sombrero andaluz, con el porte señorial de la época, y al que –según mi abuela Juana y mi madre – me parezco en mucho, y a veces en todo. No superaré nunca, que me hayan faltado siempre sus caricias y caprichos, porque como buen abuelo, seguro que me habría consentido y mal criado. Mi niñez de monaguillo de misa en latín y de espaldas a los fieles, me la comenzó a arreglar Juan XXIII, y su Concilio Vaticano II, pero sus sucesores se han encargado de que aquello quede en agua de borrajas, y por lo tanto, hace años que me quedé huérfano de iglesia instituida, que no de fe en Jesucristo. Mi paso por los Escolapios con una mala experiencia, bastó para que emergiera mi pose anticlerical que me llevará a la tumba. Los primeros desengaños amorosos, me dieron un mazazo de realidad en pareja, haciendo crecer el escepticismo, que al día de hoy no me abandona. Ya tengo un máster en segundas oportunidades. Va para dieciséis años, que dios en su infinita misericordia, me dejó huérfano de padre, pero recreándose en la suerte. Me introdujo el estilete en el quinto espacio intercostal, girándolo de un lado a otro para hacer más daño, mandándole a mi progenitor, tres tipos de cánceres diferente a la vez, llevándoselo en un santiamén – quiero pensar que a su presencia – en el momento en que yo más lo necesitaba, pues ya estaba empezando a comprenderlo y a identificarme con él en todo. Mi descendencia es generosa en sobresaltos, de tal manera, que estoy condenado de por vida a una perpetua vigilia, que me está consumiendo por dentro. Por lo tanto, soy huérfano también de toda esperanza.

La amistad, tantas veces confundida con los conocidos, me dejó huérfano de confianza en las personas, temeroso de entregar algo que nadie aprecia, o tal vez, ni siquiera necesita. Quién tiene un amigo, tiene un tesoro, pero a mí me gustaría tener más. Persigo la felicidad sin saber lo que es. A veces tengo miedo de convertirme en Fernando Fernán Gómez, a quien tuve el honor de entrevistar en cierta ocasión, cuando el artista estaba en plena madurez de existencia y arte, y al preguntarle ingenuamente si era feliz, me contestó solemnemente que no, y que no le hacía ninguna falta. Aquello todavía no lo he superado. Es uno de esos jirones que un periodista se va dejando en el camino de la profesión, que en aquel momento casi tomé a chacota, pero que con el tiempo, me viene a la mente con el semblante de un jinete apocalíptico. Persona a la que yo tanto admiraba, sobre algo tan fundamental, me había espetado algo que nunca me podía imaginar, viniendo de un ser con tanto éxito.

En la política, tomé como referente y guía a, Alfonso Guerra. Un hombre culto y sabio, que promulgaba unas ideas con las que yo estoy absolutamente de acuerdo, y que a base de llamarle al pan pan y al vino, vino, un sector de su partido ordinariamente oportunista, con la inestimable colaboración de sus propios hermanos, consiguió depurar hasta la laminación, dejándolo prematuramente, en la cuneta de una democracia que lejos de amortizarlo, lo ha fagocitado, con la intención de echar hormigón sobre una ideología y un lenguaje, que en los tiempos que corren, se hacen imperiosamente más necesarios que nunca. Pero el aparato, prefiere morir de inanición política, desoyendo a la calle y a las bases, antes de reconocer, que la solución está todavía dentro de sus filas. No hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo que el que no quiere oír. Un sucedáneo llamado felipismo, que al final renegó de su líder, se ha adueñado de su propia mediocridad circundante, para que partiendo de la nada, hayamos alcanzado las más altas cotas de la miseria, como ya dijo un señor que fumaba grandes puros y se pintaba un bigote postizo. Anclados en el ayer y sin ideas, el futuro ya no existe. Mi orfandad política es notoria.

La independencia se paga, y yo bien que lo sé. Ejercer el periodismo de manera que, uno se acerque todo lo posible a la honestidad y a la moral, tiene un coste alto, o muy alto. No salir de copas con los que están de moda en el poder, tener conciencia social, estar más cerca de lo que ocurre en la calle, que de lo que se cuece en los despachos, me ha convertido en un personaje incómodo, que dice lo que piensa, y del que nadie con poder se fía, hablemos del ámbito público o el privado. Así que también estoy huérfano de cualquier respaldo, soy una diana fácil, sólo me mantiene en pié el trabajo duro y diario, la credibilidad de mi producto, mi inquebrantable lealtad a los que confían en mí, y la esperanza de que al terminar la jornada, podré hablar con Duke, mientras él me escucha pacientemente, miccionando sobre las farolas, o agachándome a recoger sus detritus, con la bolsa negra can del mercadona.

Y por si faltaba algo, cuando ya en la madurez de mis días había alcanzado cierto grado de optimismo, se muere mi referente, mi guía, el único ser en el que creía a pies juntillas. José Saramago me ha dejado huérfano de luz, sin parámetros en la tierra. Lo mío es una interminable noche en tinieblas, sin que pueda albergar la ilusión de un amanecer moderadamente ilusionante, que tampoco es pedir tanto, ¿no?. Ya lo dice la letra de ese cante jondo inmortal: Voy tirando piedras por la calle, y al que le dé, que perdone. Tengo mi cabecita loca, de tantas cavilaciones. Creo que estoy huérfano, hasta de dios.

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