viernes, 2 de noviembre de 2012

¡ ESTO ES UN SÍN VIVIR !

¡ESTO ES UN SIN VIVIR! Tito Ortiz.- Nos estamos despegando demasiado de nuestros muertos, y eso... no es bueno. Las costumbres de otros países, nos llevan incluso a quemarlos, a tirar sus cenizas, y por lo tanto, a no tener un sitio de referencia donde hablar con ellos. Cuando en 1959 murió mi tío Rafael, fue velado en casa, como dios manda, rezada la novena a los difuntos durante la semana siguiente por todas las vecinas sentadas a corro, en el lugar donde se había depositado la caja con su cadáver, se le guardó luto riguroso durante un año por toda la familia, y mi abuela y mi madre, subieron a su tumba del patio de San José, -junto al de los ahorcados-, todos los días del año sin excepción, durante un trienio. Los enterradores y guardas del campo santo, pasaron a formar parte de mi familia. La noche del día de todos los santos al de todos los difuntos, la pasábamos a la intemperie enderredror del túmulo de mi tío, rezando, y procurando que no se apagaran las cuatro mariposas en aceite y agua, que en tazones de porcelana de los que cambiaban los traperos por ropa, debían iluminar la noche sobre la tumba. Nosotros venimos de una familia que cree en los muertos, mucho antes de que Anne Germain, apareciera por España hablando con ellos. Mi abuela los veía, mi madre también, y yo los oigo, no los veo, pero los oigo, ¡por éstas!. No es que lleguemos al extremo de fotografiarnos con nuestros muertos antes de enterrarlos, como en el lejano Oeste, pero no nos dan miedo. Cuando mi abuelo Antonio murió, en su casa de Haza Grande en los cincuenta, llegamos tan pronto que la funeraria no había aparecido, así que el padre de mí padre, había sido sacado de la cama sobre una manta y puesto en el suelo de la entrada de la casa, a la espera de los de Pompas Fúnebres “La Soledad”. Así que allí nos arrodillamos todos en el suelo, a darle el último beso al abuelo Antonio, mientras llegaban los funerarios. Hemos perdido la costumbre de ponerles lazos de seda negros en las trenzas, a las niñas que han perdido un ser querido, los hombres ya no llevamos un brazalete negro como señal de la pérdida de un ser querido, y ni siquiera hemos conservado aquella costumbre pasajera, de sustituir el brazalete negro, por un botón forrado en la solapa. Ya no se despega el crucifijo de la tapa del ataúd, para dárselo al doliente más próximo antes de enterrarlo, ya no echamos un puñado de tierra en la fosa, antes de que los sepultureros empiecen la tarea con las palas, porque ya no se da sepultura en la tierra. Ahora se lleva el nicho o el horno crematorio, que es más finolis, y moderno, oiga, muy moderno, sobre todo por la urna de diseño de Ágata Ruiz de La Prada, en la que te dan las cenizas, que por cierto, es biodegradable, así que si quieres la puedes tirar por la taza del water, que no se atranca. Ya no contamos chistes en el velatorio familiar, ahora lo que se lleva es coger una buena cogorza en la cafetería del cementerio, aprovechando que no cierra, o la última moda, cerrar la tanatosala durante la noche, irse todo el mundo a descansar, y aparecer sólo unos minutos antes del entierro por la mañana, porque velar a tus deudos toda una noche, eso ya está demodé, hay que vivir a la última, y la última dice que a los muertos cuanto más lejos mejor, que una vez que están muertos, lo único que hacen es estorbar. Los muertos son como los periodistas que se atreven a hablar de la validez de los liberados sindicales, que al instante, escuchan como se monta una nueve parabellúm, y te apuntan con ella en la nunca, porque no se puede luchar contra el poder establecido. Hemos pasado en poco tiempo por aquello de la aldea global y las costumbres importadas, de llevar a nuestros fallecidos colgados al cuello en fotos de porcelana engarzada en oro, a olvidarlos al día siguiente. Los coches de caballos de negros plumeros, con albardas de terciopelo negro y galones dorados, cristales con visillo de encaje color tinieblas y tallas barrocas con ricas volutas jónicas, han sido sustituidos por coches eléctricos sin ruido y sin humos, que te dan el último paseíllo por el campo santo, escuchándose el piar de golondrinas al atardecer con toda nitidad, a bordo de un diseño sideral, de lo más ecológico. Los llantos de plañidera de un velorio como debe ser, se han cambiado por las notas de la música preferida del finado, en la eufemísticamente llamada “sala del adiós”, o la intervención soporífera de los allegados, algunos con un discurso tan cansino y predecible, más largo en el tiempo, cuanto menos conocían al muerto. Suele ocurrir, aquel que jamás lo conoció, es el que más llora. No falla. Ya no se encargan aquellos recordatorios fileteados en negro con gran cruz al centro, que dejaban para la historia el nombre del muerto en la cartera de los familiares, o en el estuche de las fotos antiguas, ni se lleva para los santos a la tumba un buen brazado de crisantemos, oliendo a agua de acequia estancada, ni las cintas de las coronas son negras con las letras en dorado. Ahora las modernas son malva, o blancas, o azules, que el negro ya no es lo que era. Que en esto del ritual de la muerte, las cosas se han descafeinado mucho, y que además hay mucha confusión. Tu antes ibas a dar el pésame a la familia a su casa con el muerto de cuerpo presente, y no te equivocabas. El otro día subí a la tanatosala número 9 a dar mis condolencias por el fallecimiento de un amigo, pero conforme iba avanzando, me encontré con que también tenía conocidos en otros dos funerales, las número tres y la cinco. Total, que cuando acabé de cumplimentar a los deudos, y quise ir al funeral por el que de verdad había subido al campo santo, resulta que ya lo habían enterrado, vamos que se me amontonó el trabajo en un momento, y es que los jardincillos que dan acceso a las salas, se han convertido en el punto de encuentro ideal, para ver a la gente que llevas tiempo sin saber de ella. Me pasó no hace mucho, subí al cementerio y saludé a un amigo de hace años, y al preguntarle por su hermano, me dijo: has llegado a tiempo, está ahí dentro, pero en diez minutos lo enterramos.

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