jueves, 10 de noviembre de 2011

DON FRANCISCO Y DON JUAN

DON FRANCISCO Y DON JUAN

Tito Ortiz.-

Fue mi padre, un humilde barnizador del barrio del Realejo, a cuya asociación de vecinos nunca agradeceré bastante, que muy cercano al fin de sus días, le otorgara el premio de Vecino Ilustre, como artesano ejemplar de los greñúos. Mi padre era todo un artista en el tratamiento del barniz y la madera. Desde los siete años que entró como aprendiz en el taller de su tío, aprendió el oficio que nos inculcó a todos mis hermanos, y que los tres practicamos con mayor o menor acierto. Tras su infancia y adolescencia en una portería de la calle, Jesús y María, criado por su abuela, restauraba con sabiduría las piezas más valiosas de cualquier ajuar granatensis, pues no en vano, la mayoría de los anticuarios eran sus clientes y amigos. Abordaba el barnizado de toda índole, que podía ir, desde el tratamiento con barniz de barco, llamado así por aguantar a la intemperie la cubierta de una nave, o una baranda externa en el carmen de la dinastía Rodríguez Acosta en el Albayzín, el suelo en barro del restaurante, “La Vidrieras”, en la esquina de Recogidas con el Camino de Ronda, hasta el artesonado y mobiliario de Las Tinajas, en Martínez Campos. Lo mismo barnizaba estuches de tararea, que guitarras, a la goma laca y muñequilla, como sólo los luthiers del siglo XVII, dejaron prescrito en la tradición oral de sus alumnos. El barniz tapaporos, las anilinas de todos los colores, la sosa cáustica para dejar limpia la madera de otras impurezas, la lija del cinco o los dos ceros, y todo tipo de disolventes, eran sus productos de droguería, con los que llevar a cabo su arte. Se independizó antes de marchar al servicio militar a Melilla, y a su regreso, montó el primer taller en la calle Solares, junto a la fábrica de sombreros de mi amigo Miguel, y más tarde recaló en la calle Cuartelillo, en un lateral del Hospital Militar, donde la parca le abordó con zarpa de fiera, y aunque se zafó del primer cáncer de pulmón, producido por la aspiración de los vapores del barniz desde la infancia, en un regate, la señora del más allá, vino a por él, con un triple tumor de pulmón, cabeza de páncreas y duodeno. Se fumaba al día un paquete de Ducados y otro de Fortuna, por aquello de tentar la suerte. El último capotazo, no se lo pudo echar, ni su amigo “Rubito”, tranviario de profesión durante la semana y Charlot del toreo cómico los domingos, ni Vaquerito, ni El Diamante Rubio. Vino la de negro, y no tuvo piedad conmigo... se lo llevó.
Y atrás quedaron las conversaciones nocturnas en el Club Taurino con, Ricardo Puga, “El Cateto”, Juan Fandila, el abuelo del Fandi, los hermanos Cambil, “El Palomicas”, con Ricardo Bernedo “Bojilla”, que un día le prometió en el café de Pellejero, que iba a dejar de ser banderillero, para apoderar a un chico de Granada que merecía la pena: José Julio Granada, y fue y lo cumplió, y entonces pudimos vivir aquel Corpus de los setenta, como a media corrida y a petición del respetable, José Julio, en compañía de Curro Romero y Luis Miguel Dominguín, daban una vuelta triunfal al ruedo, luciendo el que cazaba con Franco, un terno verde manzana, bordado en blanco, con las medias blancas, diseño de su amigo Pablo Ruiz Picasso. Me concedió una entrevista en el patio de cuadrillas a cambio de que le buscara un pitillo rubio, que me dio sorprendido, mi compañero y amigo de Ideal, Pepito Cortés, con quién compartí tantas tardes en el tendido, también con su padre, don Antonio. Cuando salimos de la plaza, mi padre me dijo... Niño, ya has visto toros para toda tu vida. Y tenía razón, porque se cuentan por cientos las corridas que he visto después, y ninguna tan redonda.

Fue en ésta época, cuando un emergente dibujante humorístico, Paco Martín Morales, comenzó a frecuentar el taller de mi padre en el Realejo. Ambos no se conocían, y aunque la amistad se prolongó hasta 1995 cuando mi progenitor pasó a mejor vida, siempre de manera chusca y en plan chascarrillo, se hablaron de usted y de don. Mi padre le decía a Martín Morales, don Francisco, y Paco a mi padre le llamaba don Juan. Cada vez que el dibujante gráfico aparecía por el taller de la calle Cuartelillo, lo hacía con el mueble más viejo, desvencijado y harapiento que pudiera imaginarse, ante lo cual, mi padre le decía... Don Francisco, usted no quiere que yo restaure ésta ruina, lo que me está pidiendo es un milagro, y yo sólo soy barnizador. Ante eso, se escuchaba la voz abovedada de Martín Morales, que con grandes risotadas que se escuchan en “Los Altramuces” le respondía... Usted puede, don Juan, usted puede, si lo sabré yo. El asunto es que sobre el banco de trabajo, el humorista había dejado un palanganero con su aguamanil, que había conseguido en un derribo, y mi padre se encargó de que lo estrenara como nuevo, en la casa que Paco se estaba haciendo en La Alpujarra. Otro día era un baúl del siglo XVII, que había pertenecido a un almirante viajado al nuevo mundo. Alguna tarde apareció con la foto de boda de sus bisabuelos, en un marco tallado del XVIII, y también recuerdo el día en que apareció con un espejo de salón, en el que se habían mirado y conjurado las brujas de Salem, cuando eran quinceañeras. Las conversaciones posteriores en “El Faquilla”, del humorista y el barnizador, eran dignas de ser enmarcadas para la historia, como aquellas que se producían en “Los Mariscos”, entre “Frapuci”, gran humorista gráfico de la época, hermano del torero apodado “El Cateto”, y padre del actual y archifamoso “Mago Migue”, y el cantautor Luís Cerón, que ya por entonces, visitaba en su casa madrileña al poeta, Luís Rosales Camacho, preparando lo que tiempo después sería un gran concierto con canciones hechas de sus poemas, para cualquier casa encendida.

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